DE OLORES A SAL Y CULANTRO

Aquel verano yo iba a recoger muy muys en la playa de Ancón junto con mi hermano. Sentados en la arena, no nos gustaba meternos dentro del mar porque mi madre o quien nos llevara a la playa se asustaban si nos adentrábamos en el mar. 
“Puedes ahogarte”, decía mi madre a quien nunca vi ni veré en traje de baño. ¿La razón? Ella guarda ello bajo siete llaves y mejor no insistir porque el fastidio envuelto entre ira y miedo a ser desnudada salen a flote y se traducen en maltratos hacia el o la inquisidora interrogadora. Esa es otra película; volvamos a mi locación. 

Mi traje de baño rojo de una pieza que luego de unos arreglos de mi madre, se convirtieron en dos; se volvía negro cuando me mojaba en la espumosa y fría orilla y luego me echaba en la arena a jugar a construir castillitos con el baldecito de plástico que tenía o el que algunos de los vecinitos llevaban. Baldecitos verdes en forma de tortuga, con palitas naranjas y baldes amarillos; los mismos de las publicidades navideñas. “De Basa, porque son peruanos”. 

Antes de empezar el juego, tan pronto llegábamos a nuestro lugar telepáticamente reservado para nosotros, la primera consigna de las madres era, “Niños, vayan a cavar un hueco antes de la orilla. Hagan un pozo con agua del mar”. Mi hermano y yo o, los otros chiquillos con quienes íbamos, corríamos para cavar desesperadamente hoyos profundos que llenábamos con agua de mar, usando nuestros baldecitos o nuestras pequeñas manos. Contentos por cumplir la tarea, mi madre o alguna otra señora, traía las botellas de vidrio o plásticos conteniendo chicha morada que debía mantenerse fresca para el almuerzo.

Tras jugar en la arena a enterrarnos en la ardiente arena, a recoger muy muys en bolsitas o en baldecitos o en medio de pactos de velocidad con el mar para no ser atrapada; cerca del mediodía, el aire soplaba y nos llenaba de arena la cara que en ocasiones nos hacía llorar cuando las finas partículas invadían los ojos. 

En medio de esas escenas, el heladero insistente soplaba la corneta que nos animaba a comprar otro helado. Ajena a todo, mi madre nos cargaba inclinando nuestro rostro al mar para lavarnos manos y pies. Es hora del almuerzo y de escuchar la advertencia de “No te ensucies”. Sonrisa al rostro, corríamos a las sombrillas alquiladas para pedir a gritos la comida. 

Han pasado, más de cuarenta años y hasta ahora percibo combinado entre el olor salado a mar; el aroma a culantro y a fritura de ese verdoso arroz con pollo que en la madrugada había cocinado y guardado en ollas envueltas en manteles o papel de molde por mi mamá.
Con ansias y ojos grandes veía como los generosos cucharones dejaban caer esos granos grandes junto con zanahorias perfectamente cortadas en cubos pequeños acompañadas con arvejitas que a pesar de haber sido cocinadas y revueltas entre presas de pollo y arroz se mantenían virginalmente verdosas.

Pero si bien eso era una delicia para nada despreciable, ese plato era cubierto con una salsa y lechosa crema amarillenta y coronada con una rodaja de huevo sancochado. 

“Coman rápido, que se enfría y se va a llenar todo de arena”, decía mi madre.

Ese era un momento feliz donde todo parecía marchar bien sin problemas, en medio de escasas sonrisas de mi madre, en medio de chistes de adultos que no entendía. Era feliz, sentada en la toalla de playa y comiendo creo que, nada bien, porque terminaba con la boca sucia con tonos verdes y amarillos, agarrando la pieza de pollo con mis pequeñas manos que perdían granos de arroz en la arena que luego sería limpiada por nosotros, mi madre o las vecinas. 

En ese momento, mi madre se levantaba de su sitio y caminaba hacia el mar para traer las botellas con la fresca chicha y que, antes de ser servida era sazonada con zumo de limón. Para combinar ese ingrediente, la botella era tapada y agitada cual bartender que busca integrar sabores. 

"Mamá, chicha, más chicha”; era mi pedido y el de mi hermano, quienes  deseábamos mojar la garganta a modo de pausa para seguir devorando el arroz verde que muchas veces era repetido hasta en dos ocasiones y nos dejaba empanzurrados. 

Aquel verano, yo solo me sentaba a mirar el inmenso mar, preguntándome quien puso los algodones en ese cielo azul, por qué cuando mis pies eran mojados por el agua de la orilla, sentía que me movía a otro lado; me preguntaba si mis muy muys seguirían vivos cuando llegara a mi casa. "Tienen agua", me decía; "estarán bien". Al igual que yo, mi hermanito y mis amiguitos.

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